Sociedad fragmentada: volver a narrarnos como acto de resistencia
Por María Victoria Cerdán
Abogada (UCP) Primer Promedio 2022 y distinción Alumna Cum Laude. Diplomada Avanzada en Gestión Parlamentaria y Políticas Públicas (UNSAM – Cámara de Diputados de la Nación). Diplomada en Acción Legislativa y Retórica Parlamentaria (Konrad Adenauer Stiftung). Secretaria del Centro de Estudios Corrientes.

Introducción
Esta no es una nota académica ni pretende profundizar en definiciones técnicas. Mi intención es, más bien, compartir una reflexión sobre algo que vivimos todos los días, aunque a veces no lo nombremos: la sensación de estar cada vez más solos, más enfrentados, más desconectados de los demás.
Desde mi mirada —como abogada, como militante, como persona convencida de que la salida es colectiva— intento pensar esta sociedad fragmentada y preguntarme cómo llegamos hasta acá, pero sobre todo, cómo podríamos empezar a reconstruirnos.
El objetivo está puesto en seguir contribuyendo a un debate que, por suerte, ya se está dando, teniendo presente siempre la clara convicción de que la construcción del conocimiento es colectiva.
¿Qué entendemos por sociedad fragmentada?
Seguramente quienes provengan de disciplinas como la psicología o sociología, podrán dar una definición más acabada del término. Pero podemos afirmar que se trata de la base social de las democracias restringidas, la noción de sociedad fragmentada refiere a un tipo de organización social caracterizada por la pérdida de vínculos sólidos, por la erosión del sentido de comunidad y por la imposibilidad creciente de construir consensos. Aunque este diagnóstico puede ser abordado desde diferentes puntos de vista, aquí nos interesa destacar su dimensión política y cultural.
Una sociedad fragmentada es el terreno propicio para el surgimiento y consolidación de democracias formales pero sustancialmente debilitadas, es decir, estructuras institucionales que conservan los mecanismos de representación sin garantizar procesos reales de participación, inclusión ni redistribución. Esta fragmentación no es un efecto colateral del neoliberalismo, sino uno de sus pilares: desarticular las mayorías, erosionar los lazos solidarios, destruir los imaginarios colectivos. En palabras sencillas, romper el "nosotros".
Lejos de una única "grieta", como estamos acostumbrados a escuchar, que divide a la sociedad en dos bandos, lo que observamos hoy es una multiplicación de fracturas superpuestas: políticas, sociales, culturales, económicas y simbólicas. Cada individuo, aislado en su vivencia subjetiva, se distancia de la posibilidad de integrarse en proyectos colectivos. La famosa expresión "divide y reinarás", atribuida a Julio César, encuentra aquí su versión contemporánea.
Frases instaladas en el discurso público como "sálvese quien pueda", "mientras a mí no me afecte…", "nadie me regaló nada" o conceptos como el de meritocracia, son manifestaciones discursivas del proceso de individualización. Estas máximas no son meras expresiones casuales: son dispositivos ideológicos que fomentan la competencia entre iguales, desarticulan la solidaridad y dificultan la construcción de un sujeto colectivo. Vale decir que este proceso no se da de manera espontánea, es una estrategia de poder. En contextos donde el conflicto social se vuelve inocultable, dividir al pueblo aparece como la forma más efectiva de evitar que surjan alternativas transformadoras. La disgregación del cuerpo social es, en este sentido, funcional al sostenimiento del statu quo.
Infocracia y la crisis de la narración: aportes de Byung-Chul Han
Para comprender las formas contemporáneas de fragmentación, resulta interesante acceder al pensamiento del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, particularmente en sus obras Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia (2022) y La crisis de la narración (2021). Se los recomiendo porque, aunque algunos lo critican por su aparente simplicidad, es un pensador contemporáneo que nos ofrece herramientas valiosas para pensar el presente. A menudo, los autores que leemos pertenecen a otras épocas y si bien sus análisis siguen siendo actuales y su lectura resulta casi obligatoria, también es enriquecedor acercarnos a voces actuales que reflexionan directamente sobre la sociedad en la que vivimos, con un lenguaje y una perspectiva que dialogan de manera más inmediata con nuestra realidad.
En este sentido, Byung-Chul Han amplía esta idea, quizás desde una mirada más sociológica que resulta muy útil para entender cómo se produce esta sociedad fragmentada y cómo se manifiesta en la actualidad como consecuencia del avance de la información sobre la verdad. Lo que hace es establecer un paralelismo entre la digitalización y la pérdida de la capacidad de diálogo, así como con la pérdida de interés en la verdad.
Régimen de la Información
Comienza su ensayo hablando del "Régimen de la Información", explicando que en la actualidad la dominación ya no se ejerce a través de la censura, sino mediante la saturación informativa. En este contexto va a decir que "soberano es quien manda sobre la información en la red". Es decir, ya no se trata de prohibir el acceso, sino de desbordarnos con datos, cifras y titulares. Estamos constantemente informados, pero a la vez, profundamente desorientados.
A diferencia del régimen de aislamiento y el modelo del panóptico que describe Foucault en Vigilar y Castigar —basado en el encierro, la vigilancia y la disciplina—, Han plantea una forma de dominación que opera desde el sentimiento de libertad y transparencia. Todo se presenta como información, creemos que somos más libres porque pensamos que podemos saberlo todo, acceder a todo. Pero ¿realmente es así?
Surge entonces la idea de la "prisión transparente". Las paredes de la prisión moderna no se ven. No necesitamos celdas físicas, porque estamos presos en una caja algorítmica que filtra y organiza la realidad según intereses que escapan a nuestro control. Nos creemos autónomos, pero solo vemos lo que el poder quiere que veamos. Y en lugar de unirnos, esta abundancia informativa nos divide, cada quien queda atrapado en su propia burbuja de sentido, de opinión y de "verdad".
Esta forma de dominación puede pensarse en clave distópica a través de dos novelas muy conocidas que anticipan escenarios extremos, basados en tendencias sociales y políticas reales:
● 1984, de George Orwell, imagina un mundo donde el Estado controla absolutamente todo: el lenguaje, la historia, el pensamiento. La figura del "Gran Hermano" representa la vigilancia extrema y la anulación del individuo como sujeto político. Las personas están solas, vigiladas y sometidas al poder de una narrativa oficial. La dominación se ejerce a través del miedo y el dolor.
● Un mundo feliz, de Aldous Huxley, propone lo opuesto: una sociedad aparentemente feliz, donde el control se impone a través del placer, el entretenimiento y el consumo de una droga que funciona como un elixir de felicidad. Allí no hay lugar para el pensamiento crítico ni para el conflicto. La fragmentación ocurre mediante la eliminación de vínculos humanos verdaderos. No se prohíbe nada: simplemente no se desea nada distinto a lo dado.
Orwell temía que lo que odiamos nos destruyera. Por su parte Huxley temía que lo que amamos y nos da placer nos destruyera. Han, de algún modo, nos advierte que quizás ambas profecías se están cumpliendo a la vez: somos vigilados y voluntariamente sometidos, pero ya no por miedo al castigo, sino por amor a la libertad que creemos tener.
"La crisis de la democracia, es ante todo, una crisis de la escucha"
Asimismo, Han afirma que la democracia está en crisis porque la escucha se puso en crisis. Lo dice entendiendo que la comunicación requiere, antes que nada, reconocer al otro. Para que exista un verdadero intercambio, primero debe existir un alguien diferente cuya palabra consideramos valiosa, y, en segundo lugar, debemos estar dispuestos a ser cuestionados por ese otro. La crisis de la que habla Byung-Chul Han no es la de la soledad, sino la de la desaparición simbólica del otro. No porque no haya otros, sino porque dejamos de reconocerlos como tales. En este régimen de la información, incluso cuando nos reunimos, estamos aislados.
Ya no formamos una masa en el sentido de un colectivo movilizado por un proyecto común, sino que nos convertimos en "hombres masa", sin identidad, sin vínculos reales, sin escucha. Sujetos atomizados, "nadies" que solo observan y reaccionan, sin diálogo ni construcción colectiva. Los medios digitales potencian esta situación: aunque todos podamos acceder a lo que otros publican, la discusión no se produce en el espacio público, sino que son mensajes aislados, dirigidos desde espacios privados hacia otros espacios privados. Hoy los celulares, y todo lo que traen consigo, lejos de acercarnos, nos alejan. Solo permiten un intercambio de información desprovisto de orientación y sentido.
Esta falta de escucha está directamente relacionada con lo que Han denomina la crisis de la narrativa. En su libro La crisis de la narración, advierte que aunque hoy estamos más informados que nunca, también estamos más desorientados. Esa desorientación se debe, en gran parte, a que hemos perdido la capacidad de narrar y, con ella, la paciencia para escuchar al otro que narra. Narrar no es simplemente contar historias: es un acto profundamente humano que construye comunidad, que fomenta la empatía y permite compartir un marco común de sentido. En la era de las redes sociales, la narrativa ha sido reemplazada por el storytelling, que no busca generar comunidad en el sentido tradicional, sino communities orientadas al consumo, donde las personas ya no se relacionan como ciudadanos, sino como audiencias segmentadas y aisladas."Posterar, darle al botón [me gusta] y compartir son prácticas consumistas que agravan las crisis narrativas".
La exclusión del otro, facilitada por los medios digitales, alimenta una tendencia a reafirmar nuestras propias ideas de forma automática y cerrada. Esa autoafirmación permanente genera burbujas de información herméticas que dificultan cualquier tipo de comunicación real. Sin el otro, nuestra opinión pierde su carácter dialógico y se vuelve rígida, doctrinaria y dogmática. Ya no nos comunicamos: adherimos o rechazamos. La conversación se transforma en una especie de tribalismo digital que se ve fortalecido por la selección algorítmica que solo nos muestra aquello que se ajusta a nuestros intereses, donde pensar resulta irrelevante y solo importa aceptar o rechazar ideas de forma instantánea.
¿Para qué pensar si las respuestas ya están dadas? Aparte, eso requiere tiempo, esfuerzo y, sobre todo, apertura. Resulta que la formación de una opinión genuina exige dialogar con perspectivas diferentes, implica un ejercicio de escucha activa, abrirnos un momento de nuestra individualidad para encontrarnos con lo ajeno, con pensamientos que no son los nuestros. Muchas veces significa escuchar lo que no queremos escuchar. Es en este choque entre nuestras ideas y las ajenas donde se genera el proceso de transformación, el espacio donde se puede gestar la rebeldía del pensamiento. Solo quienes son capaces de considerar ideas ajenas pueden vivir la experiencia transformadora de cambiar de opinión, un acto que implica humildad para escuchar y disposición para comprender.
El valor de la comunicación no radica en imponer verdades individuales, sino en la posibilidad de construir significados compartidos. La riqueza del intercambio está en el intento de llegar a consensos, donde cada quien expone lo que considera válido y, ante las diferencias, se esfuerza por argumentar, persuadir y permitirse ser persuadido. Pero la crisis de la narrativa y la fragmentación de la esfera pública debilitan esa posibilidad. En su lugar, crece un sistema de adhesiones automáticas, rechazos inmediatos y una creciente incapacidad para escuchar.
Y entonces ¿qué hacemos?
La pregunta es inevitable: ¿cuál es la salida?
No hay recetas mágicas. Pero creo profundamente en lo que algunos llaman la pedagogía del encuentro. Volver a escuchar. Volver a hablar. Volver a narrar. Dejar de lado la inmediatez para recuperar la palabra compartida.
En este contexto, les propongo que reflexionemos: ¿somos realmente capaces de escuchar a quien piensa distinto? Pero escucharlo de verdad, tratando de entender por qué piensa como piensa. Incluso si miramos los ámbitos legislativos, vemos que esa dinámica está ausente. En los espacios donde deberían construirse los mayores consensos democráticos, donde deberían gestarse las respuestas a los problemas más urgentes de nuestra sociedad o, como me gusta llamarlos a mi: las verdaderas Casas de la Democracia, se repite con fuerza la lógica de esta crisis del escuchar y esta falta de diálogo se traduce en una deuda concreta, la ausencia de políticas públicas claras, consensuadas y efectivas. Pero, como suele decirse, cada pueblo tiene los representantes que se le parecen.
Estamos viviendo en una sociedad que nos fragmenta, que nos separa, que nos desorienta, pero no todo está perdido. Cada espacio que implique un encuentro —una clase, un aula, una charla entre amigos, un club, un sindicato— es un espacio de resistencia, porque mientras podamos seguir escuchándonos, mientras podamos narrar nuestras experiencias y dar nuestras opiniones frente a alguien que quiera escuchar, y mientras nosotros mantengamos la capacidad de escuchar y de entender a ese otro, aún hay posibilidad de construir comunidad.
Entonces, frente a la infocracia, al exceso de datos, al aislamiento y a la fragmentación: volver a escucharnos es un acto político, volver a narrarnos es un acto de resistencia y construir un "nosotros" es la tarea más urgente que tenemos como generación.
La única forma de que los proyectos individuales prosperen es que la sociedad en su conjunto también lo haga. Esta es la idea de la Comunidad Organizada.
Hay que reaccionar. Despertarse.
Hannah Arendt, gran filósofa e historiadora, explicaba que la furia no es una reacción normal ante la injusticia. La furia aparece sólo cuando tenemos la certeza de que nuestro sentido de justicia está siendo atacado, surge cuando sabemos que aquello que está ocurriendo no debería estar ocurriendo, cuando estamos convencidos de que eso es injusto y podría ser diferente. Porque si no fuera así, si lo injusto fuera aceptado como algo natural, no sentiríamos enojo ni indignación, sentiríamos indiferencia. Y la indiferencia aparece cuando creemos que no hay nada que hacer, que lo injusto simplemente es parte del orden de las cosas.
Por eso, necesitamos evitar la indiferencia frente a la injusticia que afecta a los demás. Evitar caer, a veces sin darnos cuenta, en eso que Arendt llamó la banalización del mal, que no es otra cosa que la tolerancia hacia el sufrimiento ajeno, hacia el mal que afecta a otros, como si fuera parte del paisaje cotidiano.
¿Y cuál es la salida ante esa banalización? Pasar de la reacción emocional a la acción política. Frente al sufrimiento, necesitamos acción concreta, organizada. Pero para ello, antes debemos ser capaces de reconocer tres cosas fundamentales: la existencia de un otro, el sufrimiento de ese otro y que ese sufrimiento no es casual ni inevitable, sino consecuencia de una injusticia. Reconocer esa cadena es lo que permite activar la responsabilidad colectiva. Y es ahí donde entra en juego la organización porque, como se dice con razón, nadie se salva solo.
Gracias a El Eternauta, hoy escuchamos mucho esa frase: "nadie se salva solo" o "el único héroe es el héroe colectivo". Y creo que la respuesta está ahí: en volver a encontrarnos. Pero no hay que confundir lo colectivo con un simple amontonamiento, lo colectivo implica un verdadero encuentro entre individualidades, personas distintas entre sí que se reúnen por la decisión de construir un proyecto común.
Incluso para aquellos que desconfían o aborrecen lo colectivo, si lo quisieran pensar desde una lógica más individualista, hay algo que no pueden negar: no se trata de anular lo propio, sino de comprender que necesito que al que está al lado le vaya bien, para que a mí también me pueda ir bien. Lo común no es una amenaza a lo individual, al contrario, es su condición de posibilidad.